sábado, 11 de agosto de 2012

El prisionero de Zenda


 Hace unos días hablaba con una de mis mejores amigas sobre libros -sí, mis mejores amigas también son bastante frikis y ñoñas-, “Alicia en el país de las Maravillas”, un compendio de mitología celta y griega, “El principito” y “El príncipe feliz” desfilaron como los primeros libros que recuerdo haber leído en la vida.

También confieso que los releo a menudo, una sola vez jamás será suficiente. Ni mil más. No obstante, hubo uno que no salió a relucir, pero sí marcó mi vida de una forma muy especial -debo admitir que la lista de libros que han marcado mi vida es enorme, pues cada uno me ha aportado muchas cosas diferentes-. El volumen en cuestión, es “El prisionero de Zenda” de Anthony Hope, con el cual inició mi desmedido amor por el género de aventuras.

No sólo creo que Rudolf Rasendyll contribuyó a mi obsesión con los pelirrojos (la cual existe en mi mente desde que tengo uso de razón), fue uno de mis primeros amores literarios. Ese sentido del honor y la valentía -que luego hallaría en muchos otros como mi eterno Mr. Darcy- iluminó mis adolescencia de forma impensables. Sus coqueteos con la princesa Flavia fueron uno de mis primeros acercamientos al amor romántico y los sueños imposibles que una tiene como adolescente.

También estaba el malvado Michael queriendo hacerse del trono por cualquier medio y esos personajes tan aborrecibles. Ellos me enseñaron que en la vida siempre hay algún ambicioso antagonista dispuesto a hacerte la vida miserable, pero que sin ellos ni hay héroes ni hay acción.

Al final, incluso después de jugarse la vida y de una fuerte lucha interna entre lo que quiere y su deber, Rudolph termina por no quedarse con Flavia. En ese momento “El prisionero de Zenda” reforzó lo que “El principito”, “El príncipe feliz” y hasta “Mujercitas” ya me habían enseñado: la nostalgia forma parte de la existencia humana, es ineludible.

La aventura, nuestra preciada capacidad de ser nosotros y elegir, a menudo requiere sacrificios dolorosos.  Él podría haberse quedado con la princesa, pero -más que deberle nada al rey- Rudolf se debía a sí mismo. No era Michael, ni el rey, para ser diferente necesitaba ser honorable y coherente en un mundo de cabeza, entonces le dice adiós a Flavia. De ahí surge la infame rosa que los une en la distancia, en el recuerdo agridulce de las cosas que nunca mueren, pero tampoco pueden ser vividas. Las personas vivimos de recuerdos, dependemos de nuestras preciadas memorias para recordar quienes somos. Más aún, de las preciosas pasiones y sentimientos que nos dan identidad.

IMAGEN: Librosgratis.net  (curiosamente es justo la edición que yo tengo y leí)

1 comentario:

  1. Querida Scarlett,
    Antes que todo felicitaciones por retomar tu blog. Aunque lei El Prisionero de pequeña, me han quedado más en la memoria las versiones filmicas, pero prefiero la de Ronald Colman. Aunque parezca incoherente, ya que te volviste mi Beta porque mi novela tenía un final agridulce y a ti no te gustan los finales felices, ahora si prefiero los finales felices. Se han vuelto una especie en extinción.

    ResponderEliminar